sábado, 26 de mayo de 2012

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Una idea para la Homilía:



Cuentan que un domingo la madre de Goyo entró en su habitación y le gritó: "Goyo, es domingo. Es hora de levantarse. Es hora de ir a la iglesia".
Goyo, medio dormido y de mal humor, le contestó: "No tengo ganas de ir. Hoy me quedo en la cama".
"¿Qué es eso de que no quieres ir? Vamos, date prisa", le volvió a gritar su madre.
"No quiero ir. No me gusta la gente que viene a la iglesia y, además, yo no les caigo nada bien".
"No digas tonterías, hijo. Déjame que te dé dos razones por las que tienes que ir. La primera es que ya tienes 40 años y la segunda, no lo olvides, es que tú eres el párroco".
Los apóstoles, a pesar del mandato del Señor, "Id y predicad el evangelio"…, tan pronto como se ven solos se esconden y encierran  en el cenáculo. Son unos cobardes. Saben que no les caen nada bien a sus compatriotas y saben que el mensaje de la Resurrección, difícil de entender, va a ser rechazado por la gente.
Saben que predicar el Dios de Jesucristo a los que lo han crucificado es altamente peligroso.
Saben que el nuevo espejo religioso en el que hay que mirarse distorsiona la imagen del pasado y abre a nuevas vistas.
Y los apóstoles de ayer como los de hoy ante el vértigo de la indiferencia y, a veces, de la hostilidad e incomprensión optamos por ocultarnos tras las sábanas de nuestros reductos.
Por eso hubo un Pentecostés. Por eso siempre es Pentecostés. Sin la presencia del Espíritu que entra en la habitación de nuestro corazón seguiríamos dormidos y la iglesia encerrada en su cenáculo y en sus sacristías. La historia de la Torre de Babel leída a la luz de Pentecostés es una historia de bendición y de salvación. Aquellos hombres se sentían seguros y unidos dentro de sus muros.
La confusión, creada por el Espíritu, les fuerza a salir y a dispersarse para ser uno en la multiplicidad de las lenguas y uno en la diversidad de la geografía humana.
No fue un castigo de Dios sino la estrategia divina para que aquellos hombres alcanzaran todo su potencial humano y religioso.
Pentecostés es pasar de la seguridad del cenáculo, Torre de Babel, a  la multiplicidad de lugares y de lenguas para que en todo el mundo y en todas las lenguas de la tierra sea proclamado el evangelio con la fuerza del Espíritu que sopla donde quiere.
El don del Espíritu Santo es lo que posibilita a la iglesia dejar de ser algo local, Jerusalén, para convertirse en algo global, universal.
Las razas y diferencias ante el mensaje de la Resurrección se hacen irrelevantes. Y Pentecostés es el signo y el sello que lo demuestran. Ahora nos queda el Espíritu Santo que es el sustituto de Jesús en su ausencia. "Cuando se rompe un frasco de perfume, su olor se difunde por todas partes, al romperse el cuerpo de Cristo en la cruz, su Espíritu, que mientras vivía poseía en exclusiva, se derramó en los corazones de todos". San Hipólito
"Sin el Espíritu Santo,
Dios queda lejos,
Cristo permanece en el pasado, el evangelio es letra muerta,
la iglesia, pura organización, la autoridad, tiranía,
la misión, propaganda, el culto, mero recuerdo,
el obrar cristiano, es moral de esclavos".
Sólo la presencia y poder del Espíritu Santo puede vivificar, dinamizar, liberar y divinizar todo el hacer eclesial y humano.


jueves, 17 de mayo de 2012

DÍA DEL MAESTRO


Publicamos a continuación la Carta que nuestro Papa Benedicto XVI ha enviado a la diócesis de Roma  sobre la Urgencia de la Educación.
El Papa se dirigió en una carta a su Diócesis, Roma, transmitiendo a todos su preocupación y sus orientaciones para afrontar el reto de la educación de las nuevas generaciones. Omitimos la voz: Roma.

 ***

Carta de Benedicto XVI sobre la Urgencia de la Educación

Queridos fieles:

He querido dirigirme a vosotros con esta carta para hablaros de un problema que vosotros mismos experimentáis y en el que están comprometidos los diversos componentes de nuestra Iglesia: el problema de la educación. Todos nos preocupamos por el bien de las personas que amamos, en particular por nuestros niños, adolescentes y jóvenes. En efecto, sabemos que de ellos depende el futuro de nuestra ciudad. Por tanto, no podemos menos de interesarnos por la formación de las nuevas generaciones, por su capacidad de orientarse en la vida y de discernir el bien del mal, y por su salud, no sólo física sino también moral. Ahora bien, educar jamás ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil. Lo saben bien los padres de familia, los profesores, los sacerdotes y todos los que tienen responsabilidades educativas directas. Por eso, se habla de una gran "emergencia educativa", confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida. Así, resulta espontáneo culpar a las nuevas generaciones, como si los niños que nacen hoy fueran diferentes de los que nacían en el pasado. Además, se habla de una "ruptura entre las generaciones", que ciertamente existe y pesa, pero es más bien el efecto y no la causa de la falta de transmisión de certezas y valores.

Por consiguiente, ¿debemos echar la culpa a los adultos de hoy, que ya no serían capaces de educar? Ciertamente, tanto entre los padres como entre los profesores, y en general entre los educadores, es fuerte la tentación de renunciar; más aún, existe incluso el riesgo de no comprender ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que se les ha confiado. En realidad, no sólo están en juego las responsabilidades personales de los adultos o de los jóvenes, que ciertamente existen y no deben ocultarse, sino también un clima generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida. Entonces, se hace difícil transmitir de una generación a otra algo válido y cierto, reglas de comportamiento, objetivos creíbles en torno a los cuales construir la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas, ante esta situación quisiera deciros unas palabras muy sencillas: ¡No tengáis miedo! En efecto, todas estas dificultades no son insuperables. Más bien, por decirlo así, son la otra cara de la medalla del don grande y valioso que es nuestra libertad, con la responsabilidad que justamente implica. A diferencia de lo que sucede en el campo técnico o económico, donde los progresos actuales pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito de la formación y del crecimiento moral de las personas no existe esa misma posibilidad de acumulación, porque la libertad del hombre siempre es nueva y, por tanto, cada persona y cada generación debe tomar de nuevo, personalmente, sus decisiones. Ni siquiera los valores más grandes del pasado pueden heredarse simplemente; tienen que ser asumidos y renovados a través de una opción personal, a menudo costosa.

Pero cuando vacilan los cimientos y fallan las certezas esenciales, la necesidad de esos valores vuelve a sentirse de modo urgente; así, en concreto, hoy aumenta la exigencia de una educación que sea verdaderamente tal. La solicitan los padres, preocupados y con frecuencia angustiados por el futuro de sus hijos; la solicitan tantos profesores, que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; la solicita la sociedad en su conjunto, que ve cómo se ponen en duda las bases mismas de la convivencia; la solicitan en lo más íntimo los mismos muchachos y jóvenes, que no quieren verse abandonados ante los desafíos de la vida. Además, quien cree en Jesucristo posee un motivo ulterior y más fuerte para no tener miedo, pues sabe que Dios no nos abandona, que su amor nos alcanza donde estamos y como somos, con nuestras miserias y debilidades, para ofrecernos una nueva posibilidad de bien.

Queridos hermanos y hermanas, para hacer aún más concretas mis reflexiones, puede ser útil identificar algunas exigencias comunes de una educación auténtica. Ante todo, necesita la cercanía y la confianza que nacen del amor: pienso en la primera y fundamental experiencia de amor que hacen los niños —o que, por lo menos, deberían hacer— con sus padres. Pero todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para un amor auténtico.

Además, en un niño pequeño ya existe un gran deseo de saber y comprender, que se manifiesta en sus continuas preguntas y peticiones de explicaciones. Ahora bien, sería muy pobre la educación que se limitara a dar nociones e informaciones, dejando a un lado la gran pregunta acerca de la verdad, sobre todo acerca de la verdad que puede guiar la vida.

También el sufrimiento forma parte de la verdad de nuestra vida. Por eso, al tratar de proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de formar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas, pues la capacidad de amar corresponde a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos.

Así, queridos amigos, llegamos al punto quizá más delicado de la obra educativa: encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. Pero la relación educativa es ante todo encuentro de dos libertades, y la educación bien lograda es una formación para el uso correcto de la libertad. A medida que el niño crece, se convierte en adolescente y después en joven; por tanto, debemos aceptar el riesgo de la libertad, estando siempre atentos a ayudarle a corregir ideas y decisiones equivocadas. En cambio, lo que nunca debemos hacer es secundarlo en sus errores, fingir que no los vemos o, peor aún, que los compartimos como si fueran las nuevas fronteras del progreso humano.

Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero. Por consiguiente, el educador es un testigo de la verdad y del bien; ciertamente, también él es frágil y puede tener fallos, pero siempre tratará de ponerse de nuevo en sintonía con su misión.

Queridos fieles, estas sencillas consideraciones muestran cómo, en la educación, es decisivo el sentido de responsabilidad: responsabilidad del educador, desde luego, pero también, y en la medida en que crece en edad, responsabilidad del hijo, del alumno, del joven que entra en el mundo del trabajo. Es responsable quien sabe responder a sí mismo y a los demás. Además, quien cree trata de responder ante todo a Dios, que lo ha amado primero.

La responsabilidad es, en primer lugar, personal; pero hay también una responsabilidad que compartimos juntos, como ciudadanos de una misma ciudad y de una misma nación, como miembros de la familia humana y, si somos creyentes, como hijos de un único Dios y miembros de la Iglesia. De hecho, las ideas, los estilos de vida, las leyes, las orientaciones globales de la sociedad en que vivimos, y la imagen que da de sí misma a través de los medios de comunicación, ejercen gran influencia en la formación de las nuevas generaciones para el bien, pero a menudo también para el mal.

Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final, somos nosotros mismos, todos juntos, con las orientaciones, las reglas y los representantes que elegimos, aunque los papeles y las responsabilidades de cada uno sean diversos. Por tanto, se necesita la contribución de cada uno de nosotros, de cada persona, familia o grupo social, para que la sociedad, comenzando por nuestra ciudad, llegue a crear un ambiente más favorable a la educación.

Por último, quisiera proponeros un pensamiento que desarrollé en mi reciente carta encíclica Spe salvi, sobre la esperanza cristiana: sólo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida. Hoy nuestra esperanza se ve asechada desde muchas partes, y también nosotros, como los antiguos paganos, corremos el riesgo de convertirnos en hombres "sin esperanza y sin Dios en este mundo", como escribió el apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 2, 12). Precisamente de aquí nace la dificultad tal vez más profunda para una verdadera obra educativa, pues en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis de confianza en la vida.

Por consiguiente, no puedo terminar esta carta sin una cordial invitación a poner nuestra esperanza en Dios. Sólo él es la esperanza que supera todas las decepciones; sólo su amor no puede ser destruido por la muerte; sólo su justicia y su misericordia pueden sanar las injusticias y recompensar los sufrimientos soportados. La esperanza que se dirige a Dios no es jamás una esperanza sólo para mí; al mismo tiempo, es siempre una esperanza para los demás: no nos aísla, sino que nos hace solidarios en el bien, nos estimula a educarnos recíprocamente en la verdad y en el amor.
Os saludo con afecto y os aseguro un recuerdo especial en la oración, a la vez que envío a todos mi bendición.
  
Vaticano, 21 de enero de 2008


sábado, 12 de mayo de 2012

HOMILÍA EN EL DÍA DE LA MADRE


Domingo VI de Pascua del 2012

Juan 15,9-17: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros."
***
            Vivimos tiempos difíciles en los que los valores se han ido poco a poco tergiversando. El mundo de hoy moralmente hablando se halla como al revés. El bien es presentado como mal y el mal como bien. Lo que antes era un antivalor hoy se muestra como valor, como algo positivo. Frente a esto, resulta curioso que todos los medios hablen hoy hasta la saciedad de crisis económica mundial, de sus repercusiones, de las graves consecuencias que tiene para todos en el globo. Sin embargo, de esta crisis, que es la peor, una crisis de humanidad, crisis de civilización, la crisis del amor, crisis de valores, no se habla ni se hace nada para evitarla.
            Es tan grave la crisis que vivimos y ha atacado tantos valores que ni siquiera el carácter sagrado y lleno de ternura de la maternidad se ha visto libre de ello. Así para muchas mujeres ser o poder ser madre hoy se ha convertido en algo negativo, casi que en una desgracia. Un valor en sí mismo tan sublime y maravilloso, como este de dar vida cooperando con Dios en la obra de la creación perpetuando la existencia de la raza humana en los hijos, es visto por tantas como un castigo, como una carga, como un problema que les dificultad el disfrute de “sus vidas”, su “realización personal” como profesionales y, en el peor de los casos, un impedimento para la explotación de su libido sexual. Así, el término Madre, que culturalmente para nosotros ha sido siempre sinónimo de amor, se ha ido vaciando de su contenido, de su ternura, del gran significado trascendental que poseía. Se ha transformado simplemente en un término que enuncia la capacidad física de una mujer que, cumplido un acto sexual, ha quedado embarazada.
            Por eso quede claro que nuestro reconocimiento hoy no es entonces para las mujeres que simplemente han hecho uso de esta característica biológica que les ha hecho engendrar vida, vida que después han eliminado con una pastilla, procurando el aborto; vida que han abandonado en un basurero o vida que han despreciado, maldecido o incluso hasta vendido. Estas no merecen ser llamadas madres, pero ni siquiera se les puede llamar bestias, porque ni siquiera las bestias hacen algo así con sus crías (ejemplo: testimonio). Solo un monstruo sería capaz de tal barbaridad.
            Ser madre no es una función física que resida en una parte del cuerpo: el útero, los ovarios o el vientre. Ser madre no es un accidente de la naturaleza que les hizo mujer. Ser madre no es la consecuencia de un error, de una falta de planeación, de un desliz. Ser madre no es cargar por nueve meses con el peso de un ser humano en el vientre y en la conciencia.
            Ser madre es ser como Dios, ser madre es ser como Jesús: ser madre es dar vida y darse por esa vida. El mensaje del Evangelio nos cae - como solemos decir - como anillo al dedo, pues nos dice: “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”. Dios en Jesús, como una madre buena, nos ha mostrado el amor más grande dando su vida por nosotros. Una madre de verdad da su vida por sus hijos, sin hacer distinción entre ellos. Una madre de verdad es capaz de darlo todo por el hijo bueno y por el que no es tan bueno; por su hijo profesional como por su hijo drogadicto; por su hijo atleta lo mismo que por su hijo discapacitado; por su hijo católico como también por su hijo evangélico; por su hija maestra como por su hija prostituta.
            Es a estas mujeres a la vez valientes y tiernas, esforzadas y decididas, sacrificadas y generosas, a quienes dedicamos este día. Son estas las cualidades que han distinguido el amor de madre haciéndolo el signo más auténtico y real del amor de Dios. Por esto Juan Pablo II llegó a decir que “Dios es padre, pero más que padre es madre”. Porque como en una madre buena, su amor hacía nosotros sus hijos no conoce límite. Por eso dice la Escritura que: “aunque una madre pudiera olvidarse del hijo de sus entrañas, Dios no nos olvidará”(cf. Is 49, 14-15).
            Finalmente hago mi llamado a todos los hijos e hijas: querido, querida hija: no hagas sufrir más a tu madre, no la maltrates nunca más, no sigas abusando de su amor. Que ninguna lagrima de dolor se derrame por sus mejillas por causa tuya. No pagues con oprobio el bien que te ha hecho. (Muchos hoy piensan emborracharse llorando por sus madres muertas). Por el amor de ellas y de Dios ¡No lo hagas! Tu madre, desde el cielo, sigue orando y rogando a Dios por ti, por tu conversión, no le sumes más dolor. Y tu que la tienes viva: Valora a tu madre ahora que está viva, no puedes esperar a verla abrazada por el frio de la muerte para manifestarle todo el amor que le tienes. Ve y di a tu madre hoy cuanto la amas y cuan agradecido estás con ella, mañana puede ser demasiado tarde.
            Finalmente a todos les digo: “Honremos a nuestra madre”: el único mandamiento que nos ofrece una recompensa para esta vida es justamente el cuarto: “honra a tu padre y a tu madre y será larga y bendecida tu vida sobre la tierra”. Jesús lo dice hoy: “el que me ama guardará mis mandamientos”, es decir, el que me ama me obedece. ¿Quieren honrar a sus madres? ¡Obedézcanles! Es el mejor gesto de amor que pueden tener con ellas.
            A los hijos abandonados, sepan que aunque la mujer que los engendro los abandono, fue Dios quien los llamó a la vida y Él no los abandonará jamás, Él los sostiene, Él es su amigo, Él no les fallará.

Pbro. Belisario Ciro Montoya
Día de madres, Mayo de 2012